miércoles, 9 de septiembre de 2015

PORQUE SON PERSONAS, NO NÚMEROS

Artículo publicado en la edición impresa de La Opinión de Murcia, con fecha 8 de septiembre de 2015.



A punto de acabar el verano astronómico, que no el meteorológico, lo mejor que puede pasar es que termine pronto, pues ha sido un auténtico infierno,  y  no sólo en lo tocante a la meteorología: accidentes de tráfico fieles a una cruel estadística; la inacabable violencia machista; la incesante plaga de incendios forestales, mayoritariamente inducidos y que, desgraciadamente, ya forman parte del paisaje veraniego, como los miles de ‘guiris’ tostándose al sol en nuestras costas; los muertos corneados por toros, que no vaquillas (ya saben, el negocio es el negocio, y si disminuye la demanda de corridas, hay que echar a los astados a las calles de toda España), en virtud de esa estulticia nacional que asimila los términos tortura animal a fiesta… Por si faltaba poco, ha estallado con toda su crudeza la tragedia de los refugiados, hecho que ha llevado a muchas personas, entre las que me incluyo, a avergonzarse de su pertenencia a la supuestamente avanzada civilización occidental. ¿Civilización? ¿Qué civilización?

Con frecuencia, nos enorgullecemos de que nuestras raíces se hunden en la cultura grecorromana, sin olvidar las aportaciones del cristianismo y el  Islam, el humanismo renacentista y la Ilustración. Pero también, para hablar con precisión, hemos de recordar que este solar europeo que pisamos se ha construido a partir de la conquista y la rapiña. La ocupación por los europeos de amplios territorios en Asia, África y América en siglos pasados no se hizo precisamente de forma pacífica. Las Cruzadas, la presencia europea en el lejano Oriente, la conquista americana y el imperialismo colonial son sólo algunos hitos de este proceso ‘adornado’ con guerras: los exploradores del continente africano o los colonos americanos precedían a unos ejércitos de ocupación que, las más de las veces, acabaron con todo vestigio de culturas autóctonas. Es conocido el impacto del imperialismo colonial en los pueblos que lo soportaron. Como lo es el reparto de los restos del Imperio Otomano entre Francia e Inglaterra, reparto que, como el caso anterior, condujo a trazar unas fronteras artificiales que no se ajustaban a las tradiciones culturales de los pueblos que conformaron esas nuevas naciones. 

Sin olvidar las dos guerras mundiales del siglo XX, que tuvieron en el espacio europeo el principal escenario, más recientemente nadie puede negar que la intervención occidental de una manera abierta o solapada, en conflictos tales como el de los Balcanes, Eritrea, Somalia, Afganistán, Iraq, Egipto, Libia, Siria, incluso Ucrania… ha llevado a la desestabilización de esos países.  Países de los que, desde hace ya varios meses, pero sobre todo de Siria, están saliendo miles de  personas atenazadas por el miedo, la desesperanza y la incertidumbre.
 Como muchas personas, siento vergüenza, náuseas, impotencia…¿Cómo entender las palabras del presidente de Hungría, Victor Orban, afirmando, sin ruborizarse, que la inmigración ilegal constituye una amenaza para Hungría y toda Europa, y que ésta puede constituirse en una amenaza para la civilización occidental?

¿Civilización?  ¿Qué civilización? La imagen de una sola persona yaciendo en una playa sin poder alcanzar el ‘paraíso’ soñado debería haber bastado para sacudir muchas conciencias anestesiadas en esta Europa fortaleza diseñada en sus tratados constituyentes.  Tenemos capacidad (económica y tecnológica) para haber puesto en marcha medidas urgentes para evitar tanta tragedia, pero no ha se hecho nada. Porque el tremendo drama humano que podemos percibir hoy en las fronteras de Serbia, Hungría, Austria… ya venía anunciándose en los casos no menos dramáticos de quienes han ido dejando sus vidas en las playas mediterráneas.


La especie humana es capaz de practicar las acciones más abominables (la violencia, las guerras…), pero también las más sublimes  (la música, la literatura, el arte…). Estos días, en ausencia de actuaciones humanitarias inaplazables, muchos ciudadanos de la Unión Europea, pero también de otros países con menos recursos (Líbano, Turquía…), sí están ofreciendo otra de las facetas más nobles que nos caracteriza como especie: la empatía, a la que van asociadas la piedad, la compasión y la solidaridad. Por eso la noticia de que muchos ayuntamientos de este país -siguiendo la estela de la alcaldesa de Barcelona  Ada Colau- han empezado a trabajar para crear una red de ciudades refugio  me ha reconciliado en parte con la especie humana.  Cuando el mayor temor de la aparentemente hospitalaria Angela Merkel es que la inmigración masiva pueda poner en cuestión las estipulaciones del Tratado de Schengen, hay que decir con rotundidad que la desesperación, el hambre, el miedo y la incertidumbre  no saben de fronteras nacionales, que son un puro artificio. En los 28 Estados miembros de la UE vivimos más de 500 millones de personas. Eso supone que hay millones de hogares. Sólo con que una parte acogiera a una persona refugiada, el problema actual no sería tal. Por eso es tan importante que se extienda la iniciativa que, partiendo de Barcelona, han asumido ya muchos municipios de España, y a la que han pedido su adhesión en Murcia y Cartagena, respectivamente, Cambiemos Murcia, Ahora Murcia y Cartagena Sí Se Puede. Porque estamos hablando de personas, no de números.