miércoles, 7 de marzo de 2012

TUMBAS VACÍAS


DIEGO JIMÉNEZ

Habían tenido que dormirla. El parto venía complicado, por lo que los médicos optaron por practicarle una cesárea. Al despertar en la fría habitación de la clínica madrileña en la que Paloma acababa de dar a luz, la primera visita que recibió, antes incluso de que pudiera ver a su marido, fue la de la monja que había ejercido de comadrona.

-Enhorabuena, hija. Ha sido algo difícil pero debes alegrarte: tienes dos niñas preciosas. Dos rubias gemelas que, con seguridad, serán la alegría de tu hogar.

A Paloma, inmersa aún en la relativa alucinación que produce un hecho siempre ilusionante, aunque traumático, como es el de alumbrar una nueva vida, la noticia le produjo una inmensa relajación. Unas lágrimas besaron espontáneamente sus mejillas. «Gracias, madre», acertó a decir.

Le asaltó un sueño reparador. Al despertar, su único deseo era el de conocer a sus retoños. No fue necesaria demasiada insistencia por su parte. El médico se presentó en su habitación.

—Ha sido un parto difícil. Hemos hecho lo imposible por traer a las dos gemelas al mundo. Pero siento comunicarle que una de ellas no ha sobrevivido. Su marido está ya al tanto de todo. En unos días, cuando abandone la clínica, podrán dar sepultura al cuerpo. Mientras tanto, descanse.

—Pero, ¡la hermana me dijo...! Paloma no pudo culminar su alegato. El médico abandonó precipitadamente la estancia.

Tres días más tarde, Paloma dio sepultura a su hija, a la que no habían dejado ver, en un pequeño féretro. Había querido que su pequeña superviviente, María Luisa, fuera testigo del momento, aun a sabiendas que la niña de tres días, a la que aún no se le había impartido el bautismo, estaría totalmente al margen del drama que embargaba a la familia.

Transcurrieron cuarenta años. Paloma se encontraba en la cocina cuando recibió la precipitada visita de María Luisa.

—Mamá, mamá. No te lo vas a creer. Supongo que estas cosas ocurren, quizás más a menudo de lo que parece. Pero, al pasar por delante del mercado, me ha abordado una mujer. Me ha llamado Elena. Y yo, extrañada, le he dicho: «Creo, señora, que se confunde usted». A lo que ella ha añadido:

«Pues, perdona, hija. Pero eres idéntica a una chica que vive en el adosado que hay junto al mío».

Mientras escuchaba atentamente a su hija, el rostro de Paloma fue pasando lenta, pero visiblemente, del asombro a la consternación. Unas lágrimas volvieron a bañar sus mejillas, como ocurriera cuarenta años atrás, en la habitación de la clínica. La hija advirtió la situación.

—¿Qué te ocurre mamá?

—Hija, con lo que me acabas de referir, me has ratificado un presentimiento. Creo que esa chica y tú estáis más próximas de lo que puedas suponer.

María Luisa no daba crédito a lo que acababa de oír. Pero las palabras de su madre despertaron su intriga. Aquella noche, la conversación familiar derivó, inevitablemente, hacia la sospecha de que algo terrible pudiera haber sucedido en aquella clínica cuarenta años atrás.

La familia contactó en los días siguientes con una asociación que investigaba la desaparición de bebés. Práctica frecuente, según se les informó, en los primeros años de la posguerra —cuando los niños nacidos de mujeres republicanas eran separados de sus madres para entregárselos a familias del bando vencedor—. Pero no sólo en aquellas aciagas fechas. La familia supo que, desde esos primeros años del franquismo hasta incluso los años 90 del pasado siglo, una siniestra trama, extendida por toda la geografía española, había urdido algo tan abominable como apropiarse de bebés recién nacidos para entregarlos en adopción.

Paloma y su marido lograron que un mandato judicial les permitiera acceder a los restos de su hija fallecida al nacer, y a la que nunca pudieron ver. Hacía un frío espantoso esa mañana en el camposanto. Pero cuando los sepultureros procedieron a abrir el minúsculo féretro, el alarido desgarrador de Paloma pudo oírse en las cuatro esquinas del cementerio. Su rostro quedó tan frío como el mármol de las lápidas. Aquella tumba estaba vacía.

P. S.    Este relato con personajes de ficción es tan real como la vida misma. Hasta el momento, se han presentado en nuestro país más de 1.000 denuncias por desaparición de bebés desde 1940 hasta incluso la década de los 90. Gran parte de las mismas han sido archivadas por falta de pruebas. Las asociaciones de familias afectadas instan a la Fiscalía a que esclarezca estas abominables prácticas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Agradezco enormemente a Diego Jiménez esta publicación. Hay tantas atrocidades, fruto del franquismo, que ignoramos o las conocemos muy suavizadas, que siento que como persona con dignidad y un mínimo de sentido de la justicia debo saber y contribuir a su esclarecimiento.
Es espeluznante la máquina estilo nazi que puso en marcha el franquismo para el exterminio de lo que no era lo suyo, consentido, como bien dices, hasta los años 90.Pero aún, hoy, me parece más terrible y me llena de una profunta tristeza que haya gente que lo niega y que frivoliza con el tema presa de una ignorancia y simpleza (por no hablar de maldad)increíbles.
Es tremendamente difícil limpiar las huellas del fascismo pues ahí están muchos de ellos gobernándonos votados por el pueblo.
Yo soy muy pesimista y siempre digo que antes o después la derecha (no democrática) siempre gana.
No obstante gracias a estos artículos y a mucha gente que no quiere perder la memoria y se moja por un mundo más humano y más justo, mantengo la ilusión y aporto mi pequeñito esfuerzo en lograr trocitos de mundo más dignos y felices.
Un abrazo.