miércoles, 4 de marzo de 2009

EN FEBRERO


(Artículo publicado en LA OPINIÓN de Murcia/ 03-03-2009)
(En la foto, el insigne poeta español ANTONIO MACHADO)



Diego Jiménez
Aquella aciaga tarde del 23 de febrero de 1981, la noticia de la inesperada y súbita irrupción del teniente coronel Tejero en el Congreso de los Diputados me sorprendió cuando, de regreso a casa tras completar mi jornada laboral en el colegio ‘Carthago’, de Vista Alegre (Cartagena), sintonicé la radio de mi coche. Me embargó la preocupación. El tema de la Guerra Civil, proscrito en aquellos planes de estudios de la Universidad franquista de Murcia en que me licencié en 1975, formó parte muy pronto, junto con otros de la España más reciente, de mi formación autodidacta. Al oír el fragor de los subfusiles que hicieron fuego en el Congreso, me vino a la memoria la entrada en el Congreso del general Pavía en enero de 1874, que puso fin al efímero régimen de la I República Española, y la sublevación fascista contra la II República protagonizada por los militares africanistas el 17 de julio de 1936, que tuvo su continuidad en varias ciudades peninsulares al día siguiente. No, no podía ser. Me resistía a creer que aquella reciente y frágil democracia, producto de una Transición pactada y en la que la izquierda tanto cedió para su consecución, pudiera tener tan rápidamente los días contados.

Ya en casa, mi amiga Pepa Martínez, maestra también, me advirtió por teléfono de la inminencia del bando militar del general Milans del Bosch (según le había comunicado un familiar desde Valencia) por lo que me apresté a avisar de esa circunstancia al profesorado y a los alumnos y alumnas del colectivo de Educación de Personas Adultas ‘Carmen Conde’, que ocupaban ese colegio contiguo a mi casa. A las dos horas, la radio dio cuenta del estado de guerra que había decretado ese general desde la Capitanía General de Valencia y, pese a que se prohibía expresamente la reunión de más de cuatro personas y la presencia de civiles en la calle a partir de las 10 de la noche, me desplacé en coche hasta Vista Alegre para tranquilizar a mi madre. Mi hermano menor hacía la mili en San Fernando, y en la memoria de mi madre estaba incrustado el recuerdo de la Guerra Civil, cuyo estallido se produjo en su niñez, cuando no había cumplido aún los trece años de edad. La encontré nerviosa y llorando, convencida de que el golpe de Estado de Tejero reeditaría una nueva guerra civil. Traté de tranquilizarla, intentando convencerla de algo que yo no tenía claro: que era imposible que esos temores se cumpliesen. Intenté mostrarme sereno, aunque no las tenía todas conmigo. En aquellas fechas, yo era un activo militante del movimiento vecinal y de una formación de izquierdas, por lo que, de consolidarse el golpe de Estado, temía que mi nombre sonara en los despachos de la Inteligencia militar. Además, la extrema derecha estaba crecida esa noche en Cartagena. Por eso, como recordaba hace unos días en su columna de LA OPINIÓN María Escudero, valoré a posteriori el gesto de su padre, Enrique Escudero de Castro, primer alcalde democrático de la ciudad, que, fiel a sus principios, permaneció toda la noche en el ayuntamiento con las puertas abiertas y las luces encendidas.

Setenta años antes, el insigne poeta Antonio Machado, comprometido en la defensa de la legalidad republicana, caída la ciudad de Barcelona, cruzó a pie la frontera hispano-francesa en dirección al exilio junto con su madre Ana Ruiz, su hermano José y su cuñada Matea Monedero, el 29 de enero de 1939. El escritor Corpus Barga, oficial militar republicano, les facilitaría alojarse en el hotel Quintana de la localidad francesa de Colliure. Allí fallecería Machado el 22 de febrero de aquel año de una neumonía y, cuatro días después, moriría su anciana madre.

Al evocar ahora esta efeméride, celebro que la asonada de Tejero no prosperase. Porque no era posible que experimentáramos de nuevo la España del exilio y de la consiguiente sangría cultural. Y confieso que, aunque particularmente no sintonice con la monarquía constitucional española, me sentí aliviado con la comparecencia televisiva del rey Juan Carlos I aquella noche del 23 de febrero de 1981.

2 comentarios:

supersalvajuan dijo...

Ni sintonizo ni sintonizaré nunca con la dinastía de origen francés.

Anónimo dijo...

¿Por qué no hablas de la detención de Marqués, el Zerrichero gran muñidor y fiel servidor de Valcárcel, tantas veces llamado a formar parte de su gobierno?